Me siento lleno de ansiedad, como esos niños que esperan la llegada de un nuevo día, de un espacio lleno de imágenes con colores y sabores del mejor de todos los sueños. Se preguntarán el por qué. Si es así, no tengo más remedio que contarles esta historia que, al menos yo, jamás la había escuchado.
Se trata de un muchacho que tuvo un libro que narraba la historia de una de las ciudades más bellas del mundo: París. Fue el primer libro que tuvo, y el último que pudo leer el resto de su vida. Me contó que en cada línea, historia, imagen de la obra encontraba personajes, castillos, ríos, calles que se hicieron parte de él, y que fueron sus amigos, su morada, su ambiente, su mundo, toda su vida... No se supo si enloqueció, o entró en un sublime delirio, pues cada día que se abría ante su vida encontraba los nombres de cada calle, personaje de la bella París…
Fue huérfano de padres, y como nadie se encargara de él, vagó por todas las calles de la ciudad, encontrando uno que otro trabajo eventual que le permitía su supervivencia. Dormía bajo el puente más grande de la ciudad, junto a rufianes, vagabundos, prostitutas y demás escorias. Fue allí, bajo la oscura noche como testigo, mientras buscaba un recodo para dormitar, cuando encontró un voluminoso libro de tapa marrón y lleno de hojas de seda… Se trataba de la “Historie Complet du Pari”. Le gustó tanto la suavidad de cada una de sus páginas que, durante toda la noche, la pasó palpándolas… y así, en medio de aquel delicado romance, se durmió, con la esperanza de que, apenas abriera los ojos, empezaría a leerlo. Grande fue su sorpresa cuando notó que el texto completo estaba escrito en un idioma extraño para él. Mas tarde supo que era la lengua francesa. Desanimado, pensó en tirarlo, o venderlo a algún coleccionista pero, cuando estaba sumergido en sus dudas, reparó que una extraña voz le susurraba “algo” en un extraño lenguaje... Era el libro. Asustado, creyó que éste, estaba embrujado. No supo qué hacer, si quemarlo, venderlo, o… abrirlo y ver lo que había. Hizo lo último. Vio vivas imágenes, presentándose ante él, mientras las letras emitían tonos de melodías jamás escuchadas, y el sedoso papel se volvió en una pantalla de tamaño gigante, como un espacio lleno de armonía y color… “Es hermoso - se dijo - Será mejor leerlo. Sí, será mejor sumergirme en su inexplicable lenguaje y belleza”.
Durante aquel día buscó, con afán, juntar el dinero necesario para comprarse un diccionario español-francés, y francés-español. Y allí estaba el vagabundo, con un diccionario pegado al bello libro. Muchas veces olvidaba alimentarse, se llenaba del libro… Y al cabo de algunos años pudo leerlo completamente, y también, aprender su lenguaje. Todo esto sería una bella historia, sino fuera por que nuestro amigo, como dije al comienzo, perdió la visión de toda la realidad que le cubría. Cuando caminaba por las calles creía pasear por Montparnasse, Montmartre, Clichy, Le Blanche… y otras calles más. Cuando hablaba con sus conurbanos que moraban bajo el puente, sentía que estaba con los viejos clochards. Si hablaba con una señorita, le decía “Madame”, inclinándose para darle un beso en la mano como cualquier monsieur de París, y cuando llegaba al sucio río de la nuestra ciudad, declamaba poemas dirigidos al Sena, o una proclama por los héroes vencidos en la batalla de La Marne… Deliraba, deliraba y deliraba, pero en su rostro se veía como una rosa que se abría y abría mostrando una transparencia que sólo la tenían los ángeles y dioses. “Está loco”, decían los que le escuchaban, y, era verdad, pero qué hermosa locura es aquella que sublimiza el alma de un hombre cualquiera… Nuestro amigo se sentía vivir en “Le belle époque”, enamorado de un lugar que solo existía en su delirio, y en los libros...
Los años pasaron y todo continuaba como siempre. La gente continuaba laborando, las calles empezaba a cambiar y el viejo puente empezó a ser reconstruido, si, todo seguiría igual sino fuera porque un día, nuestro viejo amigo empezó a perder la vista, hasta quedarse ciego, totalmente ciego… Sin embargo, lo que era una desgracia para cualquiera, para él no lo fue… Después de ser reconstruido el viejo puente, a muchos vagos del lugar se les busco una nueva morada. Y nuestro amigo, que ya era un anciano, y un ciego, consiguió un lugar para indigentes, para personas enfermas del cerebro, un sanatorio. Y es allí donde llego yo, y le encuentro. Ya un octogenario, de ojos secos, y con una sonrisa eterna en los labios, hablándome en francés, en español acerca de la historia de París. Me gustó desde el principio, y yo le escuchaba sus historias acerca de los lugares en que había estado, las mujeres que había conocido y amado. Lo hacía con tanta pasión que muchas veces me hizo sentir que yo estaba viajando a través de su imaginación… El anciano, estaba loco, pero su locura era tan pegajosa que una noche de guardia quise escucharle toda su historia. Me dijo que fue zapatero del Conde Merlet de Tolouse. Hijo, nieto y bisnieto de grandes zapateros que sirvieron a reyes, príncipes y toda la aristocracia de París… Me encantaba y hechizaba escucharle, pero, percaté que mientras me narraba sus historias, tenía un viejo libro de tapa marrón cogido bajo el brazo, como si se tratara de un niño... Le pedí que le permitiera leerlo, pero me dijo que no, que aquel libro era su vida, su corazón, su alma… Me fui, y, como cualquiera que ama la lectura, deseé fervientemente aquel viejo libro, hasta llegué a soñar con él.
Una mañana en que fui al sanatorio a cumplir mi labor de enfermero, me di con la sorpresa de no encontrar al viejo narrador. Todos dijeron que había escapado, pero era muy difícil creerlo sabiendo que estaba totalmente ciego. Sin embargo, pude ver sobre su cama, casi debajo de su almohada, su viejo libro. Lo tomé sin que nadie se diera cuenta de mi acción y lo oculté bajo mi saco, esperando la hora de salida para llevarlo a mi casa.
Aun recuerdo los momentos en que marchaba hacia mi casa con el viejo libro bajo el brazo. Apenas llegué, busqué una lumbre para sentarme y leerlo, y cuando lo abrí no pude creer lo que mis ojos veían... Todas sus hojas estaban deterioradas, llenas de gusanos, moho, arañas... Le faltaban páginas, muchas páginas… en fin, un desastre de libro. Me reí de mis tontas ilusiones, y lo dejé un momento sobre mi escritorio, y cuando iba a tomar un poco de café creí escuchar aplausos, risas, ruidos de personas que parecían surgir del viejo libro. Me asusté mucho. Prendí todas las luces de mi casa, y, como vivía solo, decidí salir un momento a la calle pensando que desvariaba. Eso hice, y me hizo mucho bien, fui a saludar a mi novia, estuve con ella hasta pasada la media noche y cuando volví a mi casa, de nuevo me enfrenté al viejo libro. Esta vez no escuché nada de nada. Me acerqué y cuando lo abrí, vi con gran emoción al viejo sumergido en uno de las tantas imágenes del libro. Fue increíble, pues, en su alegría me invitaba a pasear con él a través de la lectura de historia de París…
Por supuesto, no lo hice, pero aún conservo el viejo libro en mi poder. Y espero algún día, abrirlo, y leerlo. Vivir la sublime locura del viejo que se enamoró de la belleza de historia de París…
Lince, junio del 2005